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El llamado efecto Mozart comenzó en 1993, cuando la psicóloga Frances Rauscher publicó en la revista Nature un estudio con solo 36 estudiantes universitarios. Uno de los grupos escuchó una sonata de Mozart antes de resolver tareas de razonamiento espacial. El resultado: una ligera mejora en el rendimiento, pero que duró solo 10 minutos.
A pesar de lo limitado del estudio, los medios lo convirtieron en una verdad absoluta. Incluso, algunos gobiernos como el de Georgia, en Estados Unidos, regalaron CDs de Mozart a madres primerizas. Surgió una industria millonaria de música clásica para bebés, y miles de padres comenzaron a reproducirle a Mozart a sus hijos en cuanto nacían… o incluso antes.
Monumento a Mozart, Viena.
Estudios más rigurosos a lo largo de los años han desmentido la idea de que escuchar a Mozart aumenta la inteligencia.
Un metaestudio de 2010 publicado en la revista Intelligence analizó más de 30 investigaciones con casi 3,000 personas. La conclusión fue clara: no existe evidencia sólida de que la música de Mozart mejore el coeficiente intelectual o las habilidades cognitivas de manera significativa o duradera.
Incluso la misma Frances Rauscher admitió años después que sus resultados fueron malinterpretados por los medios. Afirmó que cualquier mejora en el rendimiento podría atribuirse al estado de ánimo que genera la música, no a un beneficio intelectual específico.
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Parte del atractivo del mito tiene que ver con la biografía del compositor. Mozart fue un niño prodigio que comenzó a tocar instrumentos complejos a los cuatro años y compuso sus primeras piezas antes de los seis. Su historia encajaba perfectamente con la fantasía de que el “genio” se podía transmitir por ósmosis a través de su música.
Además, la música de Mozart tiene una estructura matemática y armónica que resulta placentera al oído y relajante. Pero eso no es exclusivo de su obra, y mucho menos es una fórmula mágica para el desarrollo del cerebro infantil.
¡Sí ayuda! Pero no porque provenga de Mozart.
Los expertos señalan que la música sí tiene beneficios reales en el desarrollo emocional y social de los niños, especialmente cuando forma parte de una experiencia activa y afectiva: cantar con papá y mamá, jugar con sonidos, o explorar instrumentos musicales.
La educación musical activa (no solo oír, sino participar) puede mejorar habilidades de lenguaje, coordinación, atención y memoria. Así lo confirman investigaciones en neuroeducación infantil y desarrollo temprano.
El llamado efecto Mozart es más mito que realidad. Escuchar a Mozart no hará que tu bebé sea un genio, pero disfrutar juntos de la música sí puede fortalecer su desarrollo emocional, social y lingüístico. La clave no está en el compositor, sino en la interacción, la constancia y el amor con que compartimos esos momentos musicales.
No necesariamente. Aunque la música puede ser relajante y enriquecedora, no hay evidencia científica de que aumente la inteligencia.
Aquella que compartas con afecto: canciones infantiles, música suave, ritmos que inviten a moverse o relajarse. No se trata del género, sino de la conexión.
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