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Cuento de Caperucita Roja al revés... ¡para fomentar la empatía!
Enseñar empatía a un niño, es decir, que sepa ponerse en el lugar del otro y sentir sus emociones, se puede conseguir jugando. Prueba contándole el cuento de "La Caperucita roja"... ¡pero al revés! ¡El efecto es muy poderoso!
Seguramente, uno de los propósitos de cualquier padre es que su hijo sea una buena persona. Es decir, que sea un ser generoso, respetuoso y amable, lo que también hará que siempre se sienta bien consigo mismo, en paz y en armonía.
Para conseguirlo, desde pequeñitos, una de las primeras cosas que los padres deberíamos hacer es educar al niño en la empatía, es decir, deberíamos infundir, alentar y reforzar la capacidad del niño para ponerse en el lugar del otro.
Enseñando a los niños a ponerse en la piel de las demás personas, éstos entenderán lo que se siente cuando se nos trata de cierta forma y les ayudará a dejar de juzgar a las personas según la primera impresión e, incluso, a ser capaces de cambiar de opinión.
¿De qué manera se les puede enseñar la empatía a los niños? ¡De muchas! La primera de ellas, sin lugar a dudas, es siendo nosotros un auténtico ejemplo de la misma. Pero también podemos transformar este aprendizaje en un juego. Si jugamos con el niño a que deje de interpretar su propio papel para interpretar el del otro, conseguiremos despertar sus emociones y, de este modo, aprenderá mucho más que leyendo cualquier libro o escuchando un sermón.
Por ejemplo, sobre todo para los niños que ya son un poco mayores, se puede recurrir al juego de poner el “Cuento patas arriba”. Se trata de contar al niño un cuento infantil, pero desde otro punto de vista, dándole la vuelta y explicándolo al revés. Para que te hagas una idea, a continuación, te ofrecemos el cuento infantil de La Caperucita Roja, pero desde el punto de vista del lobo, que fue escrito en su día por Lief Fearn. ¡Cómo cambian las cosas según el modo en como se miren!
El cuento de la Caperucita Roja y el Lobo
El bosque era mi casa. Yo vivía allí y cuidaba de él. Intentaba mantenerlo limpio y bonito. En un día soleado, mientras quitaba la basura que se había dejado una caravana, escuché unos pasos. Di un salto y me escondí detrás de un árbol y vi a una chiquilla que bajaba por el sendero, trayendo consigo una cesta.
Enseguida, sospeché de ella porque iba vestida de una manera ridícula, toda de roja y con la cabeza tapada como si no quisiera que la nadie la reconociera. Está claro que me detuve para averiguar quién era. Se lo pregunté: también le pregunté dónde iba y más cosas por el estilo.
Me contó que iba a ver a su abuela para llevarle comida. En el fondo, me pareció bastante honesta, pero estaba en mi bosque, desde luego, parecía extraña con esa capucha tan rara. Decidí, pues, enseñarle lo peligroso que era cruzar el bosque sola y yendo vestida de esa manera. Dejé que siguiera por su camino, pero me adelanté a casa de su abuela. Cuando vi a aquella amable viejecita, le expliqué mi inquietud y ella estuvo de acuerdo en que su nieta necesita enseguida una lección. Acordamos que la abuelita se escondiera debajo de la cama hasta que yo la llamara.
Cuando llegó la chiquilla, la invité a que entrara en el cuarto de dormir; yo me había acostado disfrazado con la ropa de la abuela. La niña, toda blanca y roja, entró y dijo algo nada simpático acerca de mis grandes orejas. Ya me habían insultado otras veces y entonces me esforcé y le sugerí que mis grandes orejas me servían, y mucho, para oír mejor. Ella volvió a hacer otro comentario sobre mis ojos saltones. Pueden imaginar lo que yo empecé a sentir por aquella niña tan antipática. Y, puesto que para mí ya era normal ofrecer la otra mejilla, le dije que mis ojos saltones me servían para verla mejor.
El siguiente insulto me hirió profundamente. En efecto, mi problema es que tengo los dientes muy grandes y ella hizo una observación ofensiva sobre ellos.
Ya sé que hubiese tenido que controlarme, pero salté fuera de la cama y le dije, gruñendo, que me iban a servir para comérmela mejor.
Hablemos en serio: ningún lobo se comería a una niña y todo el mundo lo sabe. Pero la chiquilla empezó a correr por toda la casa como una loca, gritando y yo siguiéndola para tranquilizarla.
Me quité la ropa de la abuela y aún fue peor. De repente, se abrió la puerta de la casa y apareció un enorme guardabosque con un hacha. Lo miré a los ojos y no tardé en comprender que me había metido en un lío. Detrás de mí, había una ventana abierta y me escapé por ahí sin pensarlo dos veces.
Me gustaría decir cómo terminó toda la historia, pero aquella abuela nunca contó mi versión. Al cabo de poco tiempo, se difundió la voz de que yo era un tipo muy malo y antipático, y todo el mundo empezó a evitarme. No he vuelto a saber nada de la niña, que vestía de aquella ridícula capucha roja, pero después de aquel día ya no he podido ser feliz.
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