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El duende de las lágrimas
Jorge, un precioso niño de seis años, con el cabello negro y rizado y los ojos de un azul extraordinario, una mañana, se despertó muy contento. El colegio había terminado el día anterior.
¡Cuántos días de juego le esperaban! Se levantó alegremente de la cama y, después de haberse lavado los dientes, se fue en busca de su mamá que estaba en la cocina. ¡Cuántas cosas buenas le esperaban para desayunar! La mamá lo recibió con una luminosa sonrisa (le gustaba tanto su mamá, era simpática y siempre sonreía) y lo invitó a sentarse. Después, le puso delante la taza de leche y el cereal de siempre. Inmediatamente, Jorge cambió de humor. Le hubiera gustado desayunar un pan tostado con chocolate y estaba cansado de la leche; él prefería té. Entonces, le dijo a su mamá con insolencia:
“No me gusta lo que me has puesto y no me lo comeré”. Jorge levantó la voz a su mamá, en lugar de pedir “por favor”. La mamá se enfadó mucho por estos modales y gritó. Entonces, Jorge, en vez de pedirle perdón, empezó a chillar aún más fuerte, y después, como la mamá se alejó, porque no pensaba hacerle un pan tostado con chocolate ni tirar la leche para hacerle té, estalló en un llanto desesperado. Una lágrima cayó al suelo y tomó forma. Jorge se quedó con la boca abierta por la sorpresa. La lágrima creció, creció y, cuando alcanzó el tamaño de un ratoncito puesto de pie sobre las patas posteriores, se coloreó de verde. Jorge se inclinó hacia el suelo y vio un pequeño duende, delgado, muy delgado, con un puntiagudo gorrito en la cabeza hecho con una hoja.
“¿Quién eres?”, le preguntó.
“Soy el duende de las lágrimas. Ven conmigo al jardín, quiero enseñarte una cosa”.
Jorge lo siguió. El duende, minúsculo y muy ágil, iba adelante. Llegaron al jardín y el duende señaló a Jorge una pequeña trampilla que estaba escondida entre la hierba. ¿De dónde había salido? Jorge estaba seguro que nunca la había visto. Conocía muy bien su jardín: lo había explorado centímetro a centímetro.
“No te hagas demasiadas preguntas”, le dijo el duende con dulzura, pero también con determinación. Después, aquel pequeño ser se inclinó sobre la trampilla y, con una fuerza insospechada, la abrió. Jorge vio una larguísima escalera. El duende empezó a bajarla e invitó a Jorge a que lo siguiera. Había miles de escaleras y Jorge, siempre precedido por el duende, las bajó todas. Al final de la imponente escalinata, se encontró con un maravilloso jardín. Sin embargo, en el suelo, no había hierba: el suelo estaba constituido por un material blanco y brillante, que desprendía destellos azulados. Los árboles, no se sabe cómo, habían arraigado en ese suelo sus robustas raíces. En el centro de un espacio circular, en torno al cual los árboles estaban dispuestos formando una corona, había una grandísima mesa de cristal, sobre las que se apoyaban muchísimas y fabulosas copas de nácar. Cada copa contenía millares de perlas resplandecientes. Parecía que habían nacido de los rayos del sol; Jorge nunca había visto una cosa tan espléndida. El duende, sin hablar, le hizo un ademán para que lo siguiera. Pasó por el lado de la mesa de cristal y se adentró entre los árboles. Y allí había una choza. El duende empujó la puerta y él y Jorge entraron. Todo allí dentro estaba sucio, polvoriento y en desorden. En el centro de la choza había una mesita de madera medio rota, sobre la que estaban dispuestos, en un triste desorden, muchísimos cuencos de cartón piedra abollados. Estos sucios cuencos estaban llenos de perlas torcidas, de color grisáceo, sin ningún resplandor, apagadas.
“¿No crees que estas perlas son muy feas?”, preguntó el duende a Jorge.
“Sí, son muy feas”, respondió el niño. “Pero, ¿qué significa todo esto? ¿Por qué estas perlas son tan poco agraciadas y las otras son tan bonitas? ¿De dónde han salido? ¿De quién son?”.
El duende le respondió señalándole un cuenco:
“Mira, todas éstas son lágrimas. Y allí, en aquel pequeño cuenco, se encuentran las tuyas de esta semana”.
Jorge no entendía nada y el duende se explicó:
“Hay tres tipos de lágrimas. Las lágrimas que nacen del dolor, las lágrimas que nacen de la alegría y las lágrimas que esconden caprichos, rabia o absurdas pretensiones. Ninguna lágrima vertida se pierde. Nosotros, los duendes, que somos millones y millones en todo el mundo, las recogemos todas y las llevamos a los distintos centros de colecta, todos iguales a éste, que están esparcidos en muchísimos jardines del planeta Tierra. Las lágrimas de dolor y de alegría se convierten en increíbles perlas de gran belleza: se transforman en los tesoros que hay escondido en las vísceras de la tierra, que los hombres han buscado durante siglos y siglos, y que hoy se consideran fruto de la fantasía. Las lágrimas que nacen de motivos fútiles, tontos o malos se transforman, por el contrario, en estas horribles perlas grisáceas. Jorge se quedó mudo. El duende giró la espalda a las feas perlas, se dirigió hacia la mesa de cristal sobre la que se encontraban las copas de nácar con las perlas brillantes, pasó por delante y se dirigió hacia la escalinata. Jorge lo seguía. Subieron juntos y después el duende sonrió al niño y volvió sobre sus pasos. La trampilla se cerró y la hierba que crecía alrededor también se cerró sobre ella, hasta hacerla desaparecer de la vista.
Jorge se sentía extraño: temor, sorpresa y también una sensación de cálida dulzura lo invadían. Volvió a casa y entró en la cocina: su desayuno estaba allí. Se lo comió todo: “Nunca más se mostraría tan caprichoso como antes”, se dijo. “¡Era tan buena la leche que le había preparado su mamá!”, pensó. Se levantó de la silla, buscó a su mamá y, cuando la encontró, le dio un gran abrazo: “Perdóname por lo de antes”, le dijo. Y de sus grandes ojos azules salieron dos grandes lágrimas de arrepentimiento. Miró hacia abajo y vio al pequeño duende que las recogía: en el mismo momento en el que las pequeñas manos del minúsculo duende tocaron las lágrimas, éstas se transformaron en dos resplandecientes perlas.